Los niños de Chernóbil en Cuba: Una historia no contada (Parte I)
Por Maribel Acosta Damas Foto de portada: Livorio Noval / Archivo Granma. Tomado de Cubaperiodistas.
Un día de 2011, la creadora visual peruana Sonia Cunliffe visitó el balneario de Tarará. Llamó su atención niños calvitos bañándose en la playa. Preguntó quiénes eran y le respondieron: los niños de Chernóbil. Ella quedó impactada, pero en aquel entonces no supo nada más.
Luego en 2015, el azar hizo que nos conociéramos y me preguntó si yo conocía sobre aquella historia. Le referí lo que guardaba en mi memoria. Ella insistió en querer hacer una exposición sobre el tema y me pidió colaborar con la investigación. Dudosa acepté. Hoy le agradezco infinitamente.
Mi hermano médico me dio el primer contacto: el Doctor Julio Medina y él me condujo a otros médicos, pacientes traductores, centros de investigación, Centro de Higiene de las Radiaciones de Cuba y hospitales; los archivos de los periódicos Granma y Juventud Rebelde me abrieron las cajas y los diarios; colegas me entregaron archivos fílmicos y así de puerta en puerta y durante un año completé la investigación que sirvió de base al proyecto de exposición que ha tenido éxito en más de un país; una de las experiencias profesionales más hermosas de mi vida.
Aquí comienza la historia…
Algunos años después de la explosión del cuarto reactor de la Central electronuclear de Chernóbil, la entonces URSS solicitaba al mundo auxilio para atenuar la huella de la explosión nuclear en su población, fundamentalmente infantil. Cuba mostró su disposición inmediata. Sin embargo, no fue así en muchos países del mundo desarrollado, cuya ayuda fue generalmente exigua comparada con la demanda y urgencia de la catástrofe.
Un día de 1989, el entonces Secretario General del Komsomol o Juventud Comunista en Ucrania, Anatoli Matvienko, en una recepción oficial se dirigió al Cónsul cubano Sergio López y le mostró su preocupación por el estado de los niños ucranianos después del accidente nuclear de Chernóbil.
Contó Lilia Pilitay en La Habana al periodista Julio Morejón de Juventud Rebelde (hay que decir, que hasta donde sabemos, Lilia Pilitay sigue siendo una leal amiga de Cuba y partidaria de reabrir el programa humanitario) que luego de las consultas con la dirección del país, con Fidel específicamente por la delicada tarea, inmediatamente se desencadenó todo el proceso de lo que después sería el programa humanitario. De hecho, por la rápida gestión de Sergio, en el Komsomol ucraniano se hizo popular la frase “Trabajen como Sergio”.
Y según narra el Dr. Julio Medina, quien fuera director del programa en la mayoría de los 21 años de su duración, el Ministerio de Salud Pública de Cuba creó una comisión de especialistas en hematología, oncología, endocrinología, clínicos y otras especialidades, que envía a Ucrania. Una vez allí, en contacto con las autoridades de salud de ese país y con la ayuda del Komsomol, los médicos comienzan la exploración de la situación, organizan consultas y emprenden el trabajo en el terreno con los pacientes que necesitaban atención médica urgente. Se seleccionan los más enfermos, el primer grupo.
Así se organiza el primer vuelo a Cuba de 139 niños, muy enfermos, fundamentalmente de problemas oncohemtológicos.
Llegan a La Habana el 29 de marzo de 1990 a las 8 y 46 de la noche en un vuelo de Aeroflot. El propio Fidel los recibió en la escalerilla del avión y ya estaban preparados los hospitales pediátricos Juan Manuel Márquez, William Soler y el Instituto de Hematología para recibirlos.
Esa misma noche da inicio la preparación de un programa que fuera capaz de atender al mismo tiempo a miles de niños y niñas de las regiones más afectadas en Rusia, Bielorusia y Ucrania.
¿Cómo se organizó el programa para la atención en Cuba de los niños de Chernóbil?
En 1990 el Doctor Carlos Dotres era el director del hospital pediátrico William Soler. Cuando la epidemia del dengue hemorrágico ocurrido en Cuba en 1981, que tuvo un elevado impacto en la población infantil, Dotres colaboró de manera decisiva a la organización de un programa de atención masiva a los niños y niñas víctimas de la epidemia.
En la ciudad de los Pioneros José Martí de Tarará se atendieron 75 mil niñas y niños cubanos con el propósito de suministrarles tratamientos inmulógicos con interferón. A partir de esta experiencia, se le pide al Dr. Dotres su contribución a la creación de un programa integral que fuera capaz de atender a 10 mil niños y niñas impactados por el accidente nuclear de Chernóbil, en el mismo Balneario de Tarará al este de La Habana.
Para la creación del programa se tuvo en cuenta no solo a las niñas y niños enfermos, sino su presencia en lugares contaminados con impactos notables en el agua, los alimentos y el medio ambiente en general. Tres repúblicas de la antigua URSS fueron las más afectadas por su cercanía a la zona de la catástrofe: Rusia, Bielorrusia y Ucrania; fundamentalmente esta última, con la característica de que había poco yodo en el agua que consumía su población.
De este modo, las tiroides – sobre todo en la población infantil- eran glándulas ávidas de consumo del yodo radioactivo liberado al ambiente por la explosión nuclear. Así se prevé que enfermedades derivadas de las tiroides serían las de mayor incidencia a lo largo de los años. La atención posterior confirmó esta aseveración médica.
Desde este punto de partida, equipos interdisciplinares cubanos comenzaron a estudiar e investigar sobre un tema del que Cuba no tenía experiencia. Entre los elementos conclusivos para la atención a esos pacientes estuvo el hecho de que si le lograba sacar a la población de un medio contaminado a un medio limpio, el organismo tenía posibilidades de recuperarse de manera más rápida.
El Doctor Carlos Dotres, quien entre 1995 y 2002 fuera Ministro de Salud Pública de Cuba, confirma que el programa se elabora con dos objetivos generales: tratar a los niños y niñas enfermas como consecuencia de la catástrofe y, a su vez, traer niños y niñas a un área limpia que pudieran ser observados y estudiados para ofrecer un diseño de atención que diera lugar a seguimiento médico en sus países de origen.
El programa se trazó, además, otros objetivos como caracterizar clínicamente a todos los niños y niñas; se clasificaban desde el sitio de donde provenían por médicos cubanos y de los países involucrados. Se dividieron en cuatro grupos: los muy enfermos que venían directamente a los hospitales e institutos médicos y de investigación. Un segundo grupo tenía en cuenta el impacto psicológico elevado que derivó en enfermedades llamadas psicosomáticas como soriasis, alopecia y otras. El tercer grupo no presentaba síntomas complejos y el cuarto grupo estaba clasificado como de niños y niñas relativamente sanos.
En un principio, en Tarará se crearon condiciones de camas hospitalarias para 350 niños y niñas. Se establecieron áreas especializadas de acuerdo con las enfermedades que presentaban y médicos y enfermeras permanecían con ellos de manera permanente.
Se diseñaron también servicios estomatológicos especializados a partir de hipótesis sobre la incidencia de las radiaciones en la proliferación de caries y otras enfermedades bucales; un alto índice de niños y niñas presentaba caries. A todos se les midieron las radiaciones con que llegaban en el Centro de Higiene de las Radiaciones de Cuba y luego de los resultados se determinaba si había que realizar estudios genéticos.
Niños en el hospital pediátrico Juan Manuel Márquez, de La Habana /Foto: Archivo Juventud Rebelde.
En Tarará se creó un sector para los niños y niñas que requerían de tratamiento de histoterapia placentaria para la caída del cabello y la soriasis, que dirigió directamente el Dr. Carlos Manuel Miyares Cao, creador de una veintena de productos para atender estas patologías y otras como el vitiligo a partir de la placenta humana. A los niños y niñas se les implementó, además, un programa de atención psicológica.
En cada grupo que llegaba venían médicos y maestros de sus países pues en Tarará se organizaron también las condiciones para que continuaran estudios. Por cada diez o quince niños venía un guía y a los más enfermos les acompañaba su madre o padre.
Cercano a los hospitales donde permanecían internados los más enfermos, se acondicionaron viviendas para que sus familiares permanecieran cerca; sobre todo aquellos que continuaron hospitalizados por largos periodos, incluso años. Este programa tuvo diferentes etapas y se concibió y realizó por 21 años de manera gratuita.