La solidaridad como motor de un mundo más justo
La prepotencia del mercado hecha visible por la pandemia del Covid-19, también deja a la vista de todes que la solidaridad es el único camino para sobrevivir y construir un mundo más justo.
CAPAC – Por Diego Molinas, fuente InfoBaires
La irrupción en nuestras vidas del ínfimo, pero a la vez supremo Covid-19, modificó nuestra cotidianidad poniendo en evidencia las luces y sombras de la condición humana.
La pandemia invisible volvió visible muchísimos males que la prepotencia del mercado escondía a la sombra de humanidades artificiales fundadas en un falso concepto de lo sano estereotipado por el culto al poderoso, al rico, al adinerado y a un modelo de belleza asociado al consumo.
Una retórica ajena a nuestra cultura nos impuso a través de los medios de comunicación una construcción social basada en el egoísmo y la indiferencia al dolor del otro, un concepto de superioridad acuñado en cuerpos esculturales que imponen desde una “belleza superficial” un trágico concepto de “lo bueno” y de “lo malo”.
Lo estético como un ordenador social de “lo seguro” y “lo inseguro”, es así que un pibe rubio de ojos claros con una tabla de surf en la mano representa a un ciudadano que a priori está haciendo algo bueno, al mismo tiempo que un pibe con gorra, llantas deportivas y un plato de guiso en la mano tiene una “evidente presunción” de estar haciendo algo malo.
Vivimos subordinándonos y sublevándonos a esta imposición, que condiciona todo nuestro quehacer social, imponiéndonos a la vez de barreras económicas, claras barreras culturales que construyen ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda.
Una pesada artillería de simbólos delimita quienes pueden y quienes no, sin embargo, desde las patas en la fuente hasta las ollas populares los sectores humildes también tenemos nuestros símbolos, nuestras construcciones y nuestros amores.
Amor a la Patria que es el vecino, amor al barrio que es la identidad, Amor a la vida que se traduce en el cuidado del otro.
Son las nueve de la noche desde los balcones de la cuarentena privilegiada comienzan a sonar cacerolas de odio que infantilmente hacen del berrinche egoísta una gráfica perfecta de la indiferencia y la histeria de aquel que no tiene calidez en el pecho por no saber ni de amor ni de Patria.
A esa misma hora a un tren y dos bondis de distancia, unos nenes juegan en la calle del comedor mientras un pibe y una señora, revuelven con un cucharon una olla tiznada por el humo, para llenar las ollas más chiquititas con que esos pibes que juegan vinieron a buscar la cena, “gracias doña”, “derechito a la casa”, gracias doña por hacer de la solidaridad el motor de una Patria más justa, de una humanidad más justa, de un mundo más justo.
Durante mucho tiempo nos planteamos al hombre nuevo, a la mujer nueva, al “homo solidarius” como una utopía, como algo a alcanzar, el cornonavirus lo trajo como una necesidad y en esta tensión Shakespeareana de ser o no ser se nos juega la subsistencia.
El aprendizaje de la solidaridad se impone como una necesidad vital, en esta coyuntura dolorosa para la humanidad el egoísmo es más nocivo que la pandemia y el ejercicio solidario practicado en nuestros barrios con simpleza y espontaneidad se vuelve el espíritu de un proyecto nacional y popular que se asume como una gran comunidad organizada capaz de cuidar la vida del otro y de ensayar colectivamente un modelo de sociedad en el que la justicia social nos abrigue a todos, a todas, a todes.