Evita: «Lo fundamental es que los hombres del pueblo, los de la clase que trabaja, no se entreguen a la raza oligarca de los explotadores»

En este nuevo aniversario del fallecimiento de Evita, seleccionamos varios conceptos de «Mi mensaje», dictado en medio de la creciente agonía que, producto de su enfermedad, culminaría en su inmortalidad, un 26 de julio de 1952, hace 67 años.

por Evita

Me duele demasiado el dolor de los pobres, de los humildes, el gran dolor de tanta humanidad sin sol y sin cielo como para que pueda callar.

Me tienen sin cuidado los odios y las alabanzas de los hombres que pertenecen a la raza de los explotadores.

Quiero rebelar a los pueblos. Quiero incendiarlos con el fuego de mi corazón.

Yo no me dejé arrancar el alma que traje de la calle, por eso no me deslumbró jamás la grandeza del poder y pude ver sus miserias. Por eso nunca me olvidé de las miserias de mi pueblo y pude ver sus grandezas.

Ellos creyeron que yo «calculaba» con Perón, porque medían mi vida con la vara pequeña de sus almas.

Desde aquellos días desconfié de los amigos encumbrados y de los hombres de honor y me aferré ciegamente a los hombres y mujeres humildes de mi pueblo que sin tanto «honor», sin tantos títulos ni privilegios, saben jugarse la vida por un hombre, por una causa, por un ideal. ¡O por un simple sentimiento del corazón!

Aquellas primeras grandes desilusiones me hicieron ver con claridad el camino: Perón no podía creer en nada ni en nadie que no fuese su pueblo.

Todos llevamos en la sangre la semilla del egoísmo que nos puede hacer enemigos del pueblo y de su causa. Es necesario aplastarla donde quiera que brote si queremos que alguna vez el mundo alcance el mediodía brillante de los pueblos, si no queremos que vuelva a caer la noche sobre su victoria.

Los dirigentes del pueblo tienen que ser fanáticos del pueblo. Si no, se marean en la altura y no regresan.

Solamente los fanáticos -que son idealistas y son sectarios- no se entregan.

Para servir al pueblo hay que estar dispuestos a todo, incluso a morir.

Los fríos no mueren por una causa, sino de casualidad. Los fanáticos sí.

Me gustan los héroes y los santos. Me gustan los mártires, cualquiera sea la causa y la razón de su fanatismo. El fanatismo que convierte a la vida en un morir permanente y heroico es el único camino que tiene la vida para vencer a la muerte. Por eso soy fanática.

El fanatismo es la única fuerza que Dios le dejó al corazón para ganar sus batallas. Es la gran fuerza de los pueblos: la única que no poseen sus enemigos, porque ellos han suprimido del mundo todo lo que suene a corazón. Por eso los venceremos.

Ellos no pueden ser idealistas, porque las ideas tienen su raíz en la inteligencia, pero los ideales tienen su pedestal en el corazón. No pueden ser fanáticos porque las sombras no pueden mirarse en el espejo del sol. Frente a frente, ellos y nosotros, ellos con todas las fuerzas del mundo y nosotros con nuestro fanatismo, siempre venceremos nosotros.

Tenemos que convencernos para siempre: el mundo será de los pueblos si los pueblos decidimos enardecernos en el fuego sagrado del fanatismo. Quemarnos para poder quemar, sin escuchar la sirena de los mediocres y de los imbéciles que nos hablan de prudencia. Ellos, que hablan de la dulzura y del amor, se olvidan que Cristo dijo: «¡Fuego he venido a traer sobre la tierra y que más quiero sino que arda!» Cristo nos dio un ejemplo divino de fanatismo. ¿Qué son a su lado los eternos predicadores de la mediocridad?

Confieso que no me duele tanto el odio de los enemigos de Perón como la frialdad y la indiferencia de los que debieron ser amigos de su causa maravillosa.

Comprendo más y casi diría que perdono más el odio de la oligarquía que la frialdad de algún hijo bastardo del pueblo que no siente ni comprende a Perón.

Sí, no exagero: lo que sucede en nuestro pueblo es drama, auténtico y extraordinario drama por la posesión de la vida, de la felicidad, del simple y sencillo bienestar que mi pueblo venia soñando desde el principio de su historia.

Los tibios, los indiferentes, las reservas mentales, los peronistas a medias, me dan asco.

Frente al avance permanente e inexorable del día maravilloso de los pueblos también los hombres se dividen en los tres campos eternos del odio, de la indiferencia y del amor.

Existen en el mundo naciones explotadoras y naciones explotadas. Yo no diría nada si se tratase solamente de naciones, pero es que detrás de cada nación que someten los imperialismos hay un pueblo de esclavos, de hombres y mujeres explotados. Y aún las mismas naciones imperialistas esconden siempre detrás de sus grandezas y de sus oropeles la realidad amarga y dura de un pueblo sometido.

Los imperialismos han sido y son la causa de las más grandes desgracias de una humanidad que se encarna en los pueblos.

En la hora de los pueblos lo único compatible con la felicidad de los hombres será la existencia de naciones justas, soberanas y libres, como quiere la doctrina de Perón.

Más abominable aún que los imperialistas son los hombres de las oligarquías nacionales que se entregan vendiendo y a veces regalando por monedas o por sonrisas la felicidad de sus pueblos.

Hay una sola cosa invencible en la tierra: la voluntad de los pueblos. No hay ningún pueblo de la tierra que no pueda ser justo, libre y soberano. «No podemos hacer nada» es lo que dicen todos los gobiernos cobardes de las naciones sometidas. No lo dicen por convencimiento sino por conveniencias.

Podrá costar más o menos sacrificio ¡pero siempre se puede! No hay nada que sea más fuerte que un pueblo. Lo único que se necesita es decidirlo a ser justo, libre y soberano.

Frente a la explotación inicua y execrable, todo es poco. Y cualquier cosa es importante para vencer.

Declaro que pertenezco ineludiblemente y para siempre a la «ignominiosa raza de los pueblos».

De mí no se dirá jamás que traicioné a mi pueblo, mareada por las alturas del poder y de la gloria. Eso lo saben todos los pobres y todos los ricos de mi tierra, por eso me quieren los descamisados y los otros me odian y me calumnian.

Por eso, porque sigo pensando y sintiendo como pueblo, no he podido vencer todavía nuestro «resentimiento» con la oligarquía que nos explotó. ¡Ni quiero vencerlo!

Lo digo todos los días con mi vieja indignación descamisada, dura y torpe, pero sincera como la luz que no sabe cuando alumbra y cuando quema. Como el viento que no distingue entre borrar las nubes del cielo y sembrar la desolación en su camino. No entiendo los términos medios ni las cosas equilibradas. Sólo reconozco dos palabras como hijas predilectas de mi corazón: el odio y el amor.

Nunca sé cuando odio ni cuando estoy amando, y en este encuentro confuso del odio y del amor frente a la oligarquía de mi tierra -y frente a todas las oligarquías del mundo- no he podido encontrar el equilibrio que me reconcilie con las fuerzas que sirvieron antaño entre nosotros a la raza maldita de los explotadores.

La Patria es del pueblo, lo mismo que la Religión. No soy antimilitarista ni anticlerical en el sentido en que quieren hacerme aparecer mis enemigos.

Es necesario que los pueblos destruyan los altos círculos de sus fuerzas militares gobernando a las naciones. ¿Cómo? Abriendo al pueblo sus cuadros dirigentes. Los ejércitos deben ser del pueblo y servirlo. Deben servir a la causa de la justicia y de la libertad. Es necesario convencerlos de que la Patria no es una geografía de fronteras más o menos dilatadas sino que es el pueblo.

La Patria sufre o es feliz en el pueblo que la forma.

La fuerza suele tentar a los hombres, lo mismo que el dinero.

La garantía de la voluntad soberana del pueblo debe estar en el propio pueblo. Sacarla de sus manos es reconocerle una debilidad que no existe, porque los pueblos constituimos por nosotros mismos la fuerza más poderosa que poseen las naciones. Lo único que debemos hacer es adquirir plena conciencia del poder que poseemos y no olvidarnos de que nadie puede hacer nada sin el pueblo, que nadie puede hacer tampoco nada que no quiera el pueblo.

Las fuerzas armadas sirven a la patria sirviendo al pueblo.

La hora de los pueblos no será alcanzada por nuestro siglo si no exigimos participación activa en el gobierno de las naciones. Pero ¿cómo? Como nosotros lo hemos hecho en nuestra tierra, gracias a Perón. Llevando a los obreros y a las mujeres del pueblo a los más altos cargos y responsabilidades del Estado. Y cuidando después que los dirigentes políticos del pueblo y los dirigentes sindicales no pierdan contacto con las masas que representan.

Los gobernantes del pueblo deben seguir viviendo con el pueblo. Es una condición fundamental para que los pueblos no empiecen a sentirse traicionados. Y para gobernar con sentido real de lo auténticamente popular.

Dirigentes obreros entregados a los amos de la oligarquía por una sonrisa, por un banquete o por unas monedas. Los denuncio como traidores entre la inmensa masa de trabajadores de mi pueblo y de todos los pueblos. Hay que cuidarse de ellos: son los peores enemigos del pueblo porque han renegado de nuestra raza. Sufrieron con nosotros pero se olvidaron de nuestro dolor para gozar la vida sonriente que nosotros les dimos otorgándoles una jerarquía sindical. Conocieron el mundo de la mentira, de la riqueza, de la vanidad y en vez de pelear ante ellos por nosotros, por nuestra dura y amarga verdad, se entregaron. No volverán jamás, pero si alguna vez volviesen habría que sellarles la frente con el signo infamante de la traición.

Yo no he visto sino por excepción entre los altos dignatarios del clero generosidad y amor… como se merecía de ellos la doctrina de Cristo que inspiró la doctrina de Perón. En ellos simplemente he visto mezquinos y egoístas intereses y una sórdida ambición de privilegio.

Yo soy y me siento cristiana. Soy católica, pero no comprendo que la religión de Cristo sea compatible con la oligarquía y el privilegio. Esto no lo entenderé jamás. Como no lo entiende el pueblo.

Muchas veces, para desgracia de la fe, el clero ha servido a los políticos enemigos del pueblo predicando una estúpida resignación… que no sé todavía cómo puede conciliarse con la dignidad humana ni con la sed de Justicia cuya bienaventuranza se canta en el Evangelio.

La religión no ha de ser jamás instrumento de opresión para los pueblos. Tiene que ser bandera de rebeldía.

La religión volverá a tener su prestigio entre los pueblos si sus predicadores la enseñan así: como fuerza de rebeldía y de igualdad, no como instrumento de opresión. Predicar la resignación es predicar la esclavitud. Es necesario, en cambio, predicar la libertad y la justicia.

La religión es para el hombre y no el hombre para la religión, y por eso la religión ha de ser profundamente humana, profundamente popular. Y para que la religión sea así, profundamente popular; debe volver a ser como antes.

Cuando al pueblo se le habla con sencillez y con amor; acepta la verdad que se le ofrece. Y con más fe todavía si se le predica con el ejemplo.

Los ambiciosos son fríos como culebras pero saben disimular demasiado bien. Son enemigos del pueblo porque ellos no servirán jamás sino a sus intereses personales. Yo los he perseguido en el movimiento peronista y los seguiré persiguiendo implacablemente en defensa del pueblo. Son los caudillos. Tienen el alma cerrada a todo lo que no sean ellos. No trabajan para una doctrina ni les interesa el ideal. La doctrina y el ideal son ellos.

Los caudillos, los ambiciosos, no tienen doctrina porque no tienen otra conducta que su egoísmo. Hay que buscarlos y marcarlos a fuego para que nunca se conviertan en dueños de la vida y las haciendas del pueblo.

La causa del pueblo exige nada más que hombres del pueblo que trabajen para el pueblo, no para ellos. En esto se distinguen los ambiciosos: en que trabajan para ellos, nada más que para ellos. Nunca buscan la felicidad del pueblo, siempre buscan más bien su propia vanidad y enriquecerse pronto.

El dinero, el poder y los honores son las tres grandes «causas», los tres «ideales» de todos los ambiciosos. No he conocido ningún ambicioso que no buscase alguna de estas tres cosas o las tres al mismo tiempo.

Todo ambicioso es un prepotente capaz de convertirse en un tirano. ¡Hay que cuidarse de ellos como del diablo!

Los altos jefes militares trataban de disuadir al Coronel de su amor por el pueblo. Ellos no concebían que un oficial superior pudiese entregarse así a «la chusma». Al principio creían que el Coronel hacia demagogia para conquistar el poder. Fue entonces cuando, envidiosos del éxito de Perón, le hicieron la primera revolución, le exigieron su renuncia y lo encarcelaron en Martín García. Pero felizmente el pueblo ya lo había conocido a Perón, y ya no veía en él al jefe militar con vocación de dictador; sino al compañero cuyo corazón había sentido el dolor de nuestra raza. Y el pueblo se lanzó a la calle dispuesto a todo. Los jefes militares de la reacción huyeron asustados y la oligarquía se escondió con ellos. Fue el 17 de octubre de 1945.

Es necesario que los hombres y mujeres del pueblo sean siempre sectarios y fanáticos y no se entreguen jamás a la oligarquía.

No puede haber, como dice la doctrina de Perón, más que una sola clase: los que trabajan. Es necesario que los pueblos impongan en el mundo entero esta verdad peronista. Los dirigentes sindicales y las mujeres que son pueblo puro no pueden, no deben entregarse jamás a la oligarquía.

Yo no hago cuestión de clases. Yo no auspicio la lucha de clases, pero el dilema nuestro es muy claro: la oligarquía que nos explotó miles de años en el mundo tratará siempre de vencernos. Con ellos no nos entenderemos nunca, porque lo único que ellos quieren es lo único que nosotros no podremos darle jamás: nuestra libertad.

El trabajo es la gran tarea de los hombres, pero es la gran virtud. Cuando todos sean trabajadores, cuando todos vivan del propio trabajo y no del trabajo ajeno, seremos todos más buenos, más hermanos, y la oligarquía será un recuerdo amargo y doloroso para la humanidad.

Lo fundamental es que los hombres del pueblo, los de la clase que trabaja, no se entreguen a la raza oligarca de los explotadores. Todo explotador es enemigo del pueblo. ¡La justicia exige que sea derrotado!

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