Efecto Woozle y el mareo de la Casa Blanca
Los supuestos ataques sónicos fueron el pretexto para comenzar el desmantelamiento de la embajada norteamericana en la Isla a inicios de 2018. Toda una fabricación, una construcción social, el catalizador para dar un vuelco a las relaciones entre La Habana y Washington.
CAPAC- Por Andy Jorge Blanco/ Tomado de Cubadebate/ Foto: EFE.
Winnie Pooh salió junto a Piglet en busca del Woozle, un animal imaginario del cual ambos seguían sus huellas en la nieve. Al final se dieron cuenta que no hacían otra cosa que perseguir sus propias pisadas. No existía tal gamusino. El episodio animado es el punto de partida para explicar el efecto Woozle, producido cuando una afirmación no comprobada científicamente termina siendo verídica, incluso para expertos. Una mentira repetida tantas veces se convierte en verdad.
Sin embargo, esta no es una historia animada, aunque parezca de ciencia ficción. Los argumentos que han sostenido para defender la trama carecen de un respaldo científico y demuestran que la mentira –todos lo sabemos– tiene patas cortas por mucho que pase el tiempo.
Después de cuatro años, el pasado jueves 11 de febrero, el Departamento de Estado con sede en Washington, desclasificó un informe secreto sobre los supuestos ataques sónicos contra sus diplomáticos en La Habana. Desde que los incidentes se conocieron en febrero de 2017 no ha existido una sola prueba de que los funcionarios estadounidenses y sus familiares hayan sido víctimas de agresión alguna en territorio cubano. Quedó comprobado, una vez más.
Redactado en 2018 y conocido ahora, el informe asegura que “el mecanismo de la causa de las lesiones es actualmente desconocido. Desconocemos el motivo de estos incidentes, cuándo comenzaron realmente, o quién lo hizo”.
No obstante, la administración del entonces presidente Donald Trump aseguró a rajatablas y sin evidencias que la causa de los síntomas presentados por sus diplomáticos en Cuba (mareos, dolores de cabeza, pérdida auditiva, etcétera) era un “ataque acústico” del gobierno cubano.
Ese fue el pretexto para comenzar el desmantelamiento de la embajada norteamericana en la Isla a inicios de 2018. Toda una fabricación, una construcción social, el catalizador para dar un vuelco a las relaciones entre La Habana y Washington.
A la reducción al mínimo del personal diplomático en las embajadas de ambas partes y el cierre del consulado en la capital cubana, le siguieron el traslado de trámites a embajadas en terceros países, la suspensión de intercambios bilaterales, el bombardeo de información con la idea de que Cuba no es un lugar seguro, y las recurrentes alertas de viajes a los estadounidenses de visitar el país caribeño.
Y las pruebas para justificar todas estas medidas unilaterales contra la Isla, ¿dónde estaban?, o mejor dicho, ¿dónde están? ¿Sobre qué base sustentan la idea de que Cuba viola la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas de 1961, relacionada con la protección de diplomáticos extranjeros acreditados en el país y sus familiares?
En octubre de 2019, el sociólogo Robert Bartholomew y el neurólogo Robert Baloh (ambos estadounidenses) publicaron en la revista británica Journal of the Royal Society of Medicine:
“Lo más importante es la ausencia de evidencia de que el personal haya estado expuesto a una fuente de energía o toxina”.
En el informe científico añadieron que “las afirmaciones de que los pacientes sufrían daños cerebrales y auditivos no están respaldadas por los datos”.
Sobre el terreno y tras varios meses de investigación y cuatro viajes a Cuba, especialistas del FBI tampoco obtuvieron ningún tipo de evidencia de que “los ataques sónicos” ocurrieron.
Las autoridades cubanas se mostraron, desde el inicio, en la disposición de trabajar mutuamente para esclarecer los incidentes. El gobierno de Trump se negó a los intercambios, y el acceso a información sobre los pacientes quedó vedado para los expertos de la Isla.
De hecho, uno de los 22 acuerdos entre las partes después del restablecimiento de las relaciones diplomáticas –hoy con escasa aplicación– incluye uno relacionado con la cooperación en materia de seguridad. La base estaba creada, y la tozudez de Trump contra los cubanos también. En octubre de 2017, el expresidente norteamericano afirmó, sin sonrojarse: “Creo que Cuba es responsable, realmente lo creo”. Desmentido again, míster.
La actuación de Washington –revela el reciente informe– se “caracterizó por la falta de liderazgo de alto nivel, la ineficacia de las comunicaciones y la desorganización sistémica”.
En Cuba no se ataca a ningún diplomático, ha reiterado Carlos Fernández de Cossío, director general de Estados Unidos de la Cancillería cubana y, aunque pareciera ser una verdad de perogrullo conocida por el mismísimo Departamento de Estado, la era Trump se enfrascó en jugar sucio y mentir.
En apenas cuatro años de mandato, el expresidente aplicó contra Cuba unas 240 medidas unilaterales que dañaron a los pueblos de ambos lados. Trump tuvo a la Isla como una obsesión, una piedra en el zapato que no pudo sacarse por mucho que intentó. No quiso –claro está– sacar a la luz la verdad sobre los supuestos ataques sónicos, más bien lo entorpeció. Su administración intentó que funcionara el efecto Woozle, pero hay jugadas que no salen bien y a veces nos pisamos nuestras propias huellas buscando otras.
Por lo pronto, se sigue quedando hueco uno de los obstáculos en el camino que dejó Trump para impedir el retorno a un mejor clima bilateral entre La Habana y Washington. Preciso resulta compartir y liberar informaciones sobre los sucesos con el fin de esclarecerlos, y trabajar juntos.
Devolverle a la embajada en Cuba sus servicios habituales con los beneficios que ello implica, y deshacer la aplicación del título III de la Ley Helms-Burton, por ejemplo, son algunas de las medidas que, por acciones ejecutivas, pudiera hacer el presidente estadounidense, Joe Biden, sin mediar el Congreso. A fin de cuentas –bien lo saben– Cuba no es una amenaza para Estados Unidos y avanzar en las relaciones bilaterales es lo que la mayoría quiere a ambas orillas.