Proceso de paz en Colombia: Desconocer protocolos es cerrar la puerta y tirar la llave. (+video)

El Acuerdo de Paz no representó ni mucho menos el “fin del conflicto”, sino su continuidad por la vía esencialmente política, el proceso de implementación es un campo en disputa entre el Estado, las FARC-EP y el pueblo colombiano

Por: Dianet Doimeadios Guerrero

Jairo Estrada Álvarez es economista, politólogo, director de la Revista Izquierda y reconocido profesor del Departamento de Ciencia Política de la Universidad Nacional de Colombia. Dicen que no hay mejor entrevistado que él para explicar el estado actual de la implementación del Acuerdo de Paz firmado por el Estado colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia- Ejército del Pueblo (FARC-EP).

Recientemente, el Centro de Pensamiento y Diálogo Político (CEPDIPO), del cual Jairo Estrada es director académico, publicó el informe Claves analíticas sobre el estado actual de la implementación. Las 72 páginas del valioso documento contribuyen “a una mejor comprensión de las tendencias más recientes de la implementación del Acuerdo”, y dejan al descubierto los factores y las fuerzas que asedian lo suscrito –con balas transformadas en “balígrafos”– el 26 de septiembre de 2016, en Cartagena de Indias.

Ante tal análisis, “con un sustento científico y académico tan serio” de este proceso histórico, necesario y muy complejo, Cubadebate conversó con el “profe” colombiano, delegado del partido FARC ante la Comisión de Seguimiento, Impulso y Verificación a la Implementación (CSIVI), y uno de los seis integrantes de Voces de Paz, el movimiento que representó (con voz pero sin voto) los intereses de las FARC en el trámite legislativo para la implementación del Acuerdo de Paz. Sus respuestas fueron de “grueso calibre”.

–Profesor, ¿cómo marcha la implementación del Acuerdo y cuál ha sido la actitud del actual Gobierno de Iván Duque ante el proceso de paz?

En la medida en que se considere que la firma del Acuerdo de Paz no representó ni mucho menos el “fin del conflicto”, sino su continuidad por la vía esencialmente política, se comprende que el proceso de implementación es un campo en disputa, cuya trayectoria está marcada por la correlación social y política de fuerzas. Desde luego, bajo el entendido que un acuerdo es un tratado que obliga a las partes y que –para el caso del suscrito con las FARC-EP– se fundamenta en el aserto contenido en el punto 6.1., que dice expresamente que “el Gobierno nacional será el responsable de la implementación de los acuerdos alcanzados en el proceso de conversaciones de Paz”.

La guerrilla cumplió con dejar las armas e iniciar un proceso de reincorporación, y ha cumplido en un todo con lo que se comprometió. Luego de un impulso inicial durante el gobierno de Juan Manuel Santos, en el que hubo importantes desarrollos normativos, y se pusieron en marcha medidas y acciones propias de la implementación, aunque también incumplimientos y alteraciones de lo convenido por las partes, inició en agosto de 2018 el mandato presidencial de Iván Duque Márquez.

Acercándose los dos primeros años de ese gobierno, los desarrollos posteriores han sido magros; no es evidente el compromiso e incluso la intención de cumplir, así el discurso y la retórica gubernamental afirmen de manera reiterada lo contrario. No es una postura caprichosa. El simple ejercicio de contraste entre lo que se pactó y lo que está ocurriendo lleva en cualquier análisis riguroso y sensato a esa conclusión. No es un secreto que la fuerza política de derecha que le da sustento al gobierno, anunció en su momento que uno de sus propósitos principales consistía en “hacer trizas” los acuerdos; tampoco lo son, los reiterados intentos por promover una revisión sustancial de lo pactado. Más recientemente se ha “modulado” el lenguaje por parte funcionarios del alto gobierno que hablan de “modificaciones”; aunque se mantiene el lenguaje incendiario y guerrerista de los congresistas del partido del Presidente de la República. El propósito sigue siendo el mismo. Para la derecha más extrema que hoy gobierna en Colombia, el Acuerdo de Paz es un conjunto de concesiones innecesarias, que de implementarse en los términos en los que fueron pactadas, afectaría las condiciones generales de la dominación de clase y los fundamentos del orden social vigente. Ella expresa un rasgo histórico de las élites colombianas: la resistencia a la reforma, el “miedo al pueblo”, como lo han sentenciado los historiadores.

Pero debe decirse que ese propósito, que a mi juicio es representativo de lo que pudiera llamarse un “voluntarismo de derecha”, no ha podido prosperar porque el gobierno actual no tiene la fuerza política para lograrlo. Entre tanto, hay una mayor aprehensión social del Acuerdo, como se evidenció en el paro nacional del 21N de 2019 y en la magníficas movilizaciones de las semanas subsiguientes; se aprecia un sector importante del Congreso de la República que no tiene la disposición de retrotraer lo avanzado, así no logre tampoco generar nuevos impulsos a la implementación; son crecientes las voces desde la Colombia profunda, las que viven cotidianamente la violencia, que claman por la implementación territorial. A lo cual se agrega la muy significativa atención de la comunidad internacional. Así es que el momento es de intensa disputa, de la relativa indefinición respecto de la trayectoria. Al final, en lo concreto, se trata de un momento particular de la escenificación de las luchas sociales y de clase. Para caracterizar la situación que estamos viviendo acostumbro a citar esa sentencia de Gramsci: “lo viejo no acaba de morir, lo nuevo no acaba de nacer; y en ese claroscuro aparecen los monstruos”. Estamos enfrentando los monstruos, movidos por el aserto también gramsciano: “El pesimismo es un asunto de la inteligencia; el optimismo, de la voluntad”.

–¿Qué argumentos tienen para afirmar que existe una “continuidad de la política de simulación” en la implementación del Acuerdo? ¿Podría realizar un resumen de las esencias de los incumplimientos y las modificaciones?

Nuestra tesis consiste en afirmar que en la medida en que se advirtió la imposibilidad política de “hacer trizas” los acuerdos, el Gobierno nacional optó por lo que hemos llamado una política de la simulación. Nuestra lengua enseña que simular es “representar una cosa fingiendo o imitando lo que no es”. El verbo es contundente. Amparándose en una particular y muy parcial interpretación de la jurisprudencia de la Corte Constitucional, el Gobierno viene afirmando que su “margen de interpretación” del Acuerdo de Paz estaría condensado en la “política de estabilización Paz con Legalidad”. Olvidó –desde luego no por descuido– que la Corte Constitucional ha señalado también que los desarrollos del Acuerdo deben ajustarse a su espíritu y letra. La comparación entre esa política y lo contenido en el Acuerdo, además de mostrar enorme distancia frente a la pactado, evidencia el propósito de subordinar en forma amañada lo establecido en el Acuerdo a la política general del gobierno, que no se caracteriza precisamente por tener en la agenda el propósito mayor de abrir los caminos para la construcción de la paz. Dejando de lado que el Acuerdo representa una realidad histórica y política con la que tienen que lidiar por lo menos este y los siguientes dos gobiernos.

Ahí hay una “diferencia de origen” que sirve de sustento a la valoración sobre el estado actual de la implementación, que hemos calificado como precario y crítico. Los temas gruesos no han tenido nuevos desarrollos: La reforma rural integral se encuentra estancada y pospuesta; la apertura democrática y la participación política está en el “congelador”; hay una reversión en los avances obtenidos frente al tratamiento integral para enfrentar el “problema de la drogas ilícitas” al propiciarse el retorno a la fracasada “guerra contra la drogas”; el proceso de reincorporación guerrillera no tiene un sustento que permita evidenciar una “normalización” en el mediano y largo plazo de la vida de quienes estuvieron alzados en armas. Los mayores avances se han apreciado en el “sistema integral de verdad, justicia, reparación y no repetición”, sometido a distorsiones en su concepción de origen, que en lo esencial expresan el miedo de las clases dominantes a las verdades sobre sus responsabilidades en la guerra y la pretensión de producir un juzgamiento de la condición noble de la rebelión armada, desde luego sin desconocer la afectaciones y excesos sufridos por la población. Nuestra ética incorpora el reconocimiento de nuestras responsabilidades y el consecuente pedido de perdón en los casos que son debidos.

Las expresiones más específicas de la simulación se encuentran actualmente en que estamos frente a la insólita situación de que políticas, medidas y acciones que consuetudinariamente son obligaciones constitucionales y legales del Estado en general, y del gobierno en particular (desde antes de la firma del Acuerdo de Paz), están siendo presentadas como ejecutorias de la implementación. A lo que se agrega que no ha sido posible identificar la trazabilidad de los compromisos asumidos por el Estado en materia de financiación de la implementación. Desde nuestra perspectiva advertimos que se asiste más bien a un proceso de desfinanciación.

–Hasta el 31 de mayo de 2020, el número de firmantes asesinados del Acuerdo de Paz ascendía a 199, ¿existe alguna garantía de seguridad hoy en Colombia capaz de preservar la vida de los firmantes del Acuerdo de Paz y los líderes sociales?

No es sólo el número de asesinados, que según los últimos registros asciende a 212. También están matando familiares, en cifra que supera los 40. Se han tenido desapariciones y continuas amenazas. Más recientemente se han observado procesos de desplazamiento forzado en diferentes lugares en los que se adelantan los procesos de reincorporación. Todo ello en un contexto de violencia exacerbada en los territorios, que afecta a las comunidades campesinas y los pueblos étnicos, una de cuyas expresiones es la matanza de hombres y mujeres, líderes sociales. Un Acuerdo de Paz no se firma para que quienes de buena fe dejaron las armas y confiaron en que se les garantizarían sus vidas, sean sometidos al exterminio sistemático. Más allá de las investigaciones criminales que dicen adelantarse para la identificación de los perpetradores directos –en todo caso en medio de la más grosera impunidad–, la pregunta fuerte es acerca de la responsabilidad del Estado y particularmente del gobierno frente a esta situación. No hay disculpa ni pretexto que valga.

Uno de los propósitos centrales del Acuerdo consiste en enfrentar las causas generadoras de la violencia, en general, y de la violencia política, en particular. En ese aspecto, se previeron específicamente, por una parte, las ya comentadas políticas de la reforma rural integral, de la apertura democrática y la participación política, las orientadas a la solución del problema de las drogas ilícitas, y las contentivas del reconocimiento y materialización de las víctimas del conflicto, que incluyeron en lo esencial el compromiso del esclarecimiento de la verdad y una justicia especial. Y por la otra, un verdadero sistema de garantías de seguridad. Todo ello, con un particular énfasis en los territorios. El estado crítico de la implementación es una de las causas de la situación de violencia que se vive actualmente en Colombia. No ha sido posible avanzar en transformaciones sustanciales de la vida y la economía en los territorios, y en eso le cabe una responsabilidad inmensa al gobierno actual.

Junto con ello, debe señalarse que en el Punto 3.4. del Acuerdo se previó un sistema de garantías de seguridad, que debía acompañarse de la “lucha contra las organizaciones y conductas criminales responsables de homicidios y masacres, que atentan contra defensore/as de derechos humanos, movimientos sociales o políticos o que amenacen o atenten contra las personas que participen en la implementación de los acuerdos y la construcción de la paz, incluyendo las organizaciones criminales que hayan sido denominadas como sucesoras del paramilitarismo”. En el diseño se ese sistema se registraron importantes desarrollos normativos. Pero la realidad que hemos vivido durante este gobierno, es que la materialización de lo pactado se encuentra distante de ser un hecho. Las cifras de la violencia política hablan por sí solas.

Las FARC-EP tenían claro que la construcción de la paz comprendía una conjunción de políticas para la superación de las “causas estructurales” de la violencia con medidas y acciones contundentes para el desmonte de estructuras criminales complejas con brazos mercenarios paramilitares, que históricamente han servido para la reproducción del orden social vigente mediante el ejercicio de la violencia. El “negacionismo” frente a esa realidad, constituye un factor explicativo de la persistencia del fenómeno. También el “reduccionismo”, es decir, la pretensión de explicar la violencia en los territorios como una simple deriva de las llamadas economías ilegales. En este punto es preciso advertir que para nosotros, tales economías son representativas de un tipo especial de relaciones capitalistas de producción, inmersas en dinámicas transnacionales. Y que los hombres y mujeres del común y las comunidades rurales que pueden estar involucradas en ellas, como cultivadores y cultivadoras de hoja de coca, lo hacen por razones de supervivencia socioeconómica, en calidad del eslabón más débil que en absoluto se lucra del negocio. Es bien sabido, que lo grueso de ese negocio corporativo transnacional se encuentra en las esferas de la circulación, la distribución y el consumo.

La política del gobierno en ese sentido está llamada a acentuar la violencia y la guerra contra las comunidades rurales. Los pasos que estábamos dando superar la página de la doctrina de la “seguridad nacional” y del “enemigo interno”, se han visto por ahora truncados por un entendimiento de la violencia que nos devuelve en la comprensión común que se había construido en La Habana para superarla. Los que estamos viviendo es la tendencia a la militarización de los territorios, a la estigmatización, criminalización y represión violenta de las comunidades rurales. Presentándose una (aparente) paradoja. Allí donde hay más presencia y ocupación militar del Estado es donde se están presentando los mayores hechos de violencia política.

https://twitter.com/csivi_farc/status/1261021063531593734?s=20

A este cuadro, se le agrega un hecho que nos genera máxima alerta y preocupación. Han llegado a Colombia fuerzas especiales de la Brigada de Asistencia Fuerza de Seguridad– SFAB, con el fin de “asesorar” en operaciones de la “guerra contra las drogas” en territorios conocidos como “Zonas Futuro”, que coinciden con territorios de la implementación del Acuerdo, y que en dos casos (El Catutumbo y Arauca) son fronterizos con Venezuela. La afrenta contra el Acuerdo de Paz es más que notoria. La amenaza frente a la paz regional es indiscutible.

–¿Es posible rescatar el Acuerdo antes de que naufrague? ¿Qué perspectivas tiene el proceso de paz en Colombia en las actuales condiciones?

El cuadro que he presentado sobre la situación del Acuerdo de Paz es muy crudo. Para enfrentar la realidad, parto del principio de la necesidad de aprehenderla tal y como ella se nos presenta. Flaco servicio se le presta a la acción política cuando no asumimos lo histórico-concreto. El destino de los Acuerdo de La Habana no está en manos del gobierno de Duque. Si así fuera, ya no tendríamos acuerdo. Es claro, como lo he tratado de explicar, que este no es un gobierno que tenga interés en la implementación de algo que considera una anomalía, con la que ha tenido que lidiar. Valorar las posibilidades del Acuerdo hoy, pasa por comprender que él es mucho más que un texto. Sus efectos políticos y culturales son indiscutibles; han introducido un cambio en la tendencia y en la configuración del campo de fuerzas en Colombia. Eso no se puede desconocer. En medio de las dificultades, tenemos que afirmar que el acuerdo ha contribuido a agregar mejores condiciones para las luchas; así no se advierta necesariamente en el claroscuro. El gobierno de Duque es un gobierno mediocre, que ha logrado sacar provecho transitorio de la excepcionalidad derivada de la pandemia de la COVID-19. El proyecto de la derecha extrema no parece tener consistencia para prolongarse en el tiempo. Pero eso no es asunto exclusivo suyo. La posibilidad del Acuerdo de paz se encuentra íntimamente ligada a la escenificación de la pospandemia, a la reactivación de las luchas y la movilización social y popular tras el estado obligado de “hibernación” al que ha sido sometidas. En unos meses, se empezará a desatar la contienda por la presidencia de la República. La naturaleza de un próximo gobierno será esencial para dictaminar acerca del destino del Acuerdo de Paz. Está por verse si es posible una unificación del campo democrático, progresista y de izquierda. Y en lo que concierne de manera específica a la implementación se trata de evitar que el Acuerdo se convierta en otra víctima de la pandemia y de luchar por evitar mayores incumplimientos, contrarrestar la tendencia a la consumación de la perfidia, e impulsar en medio de las dificultades la apertura de nuevos escenarios, especialmente desde el nivel territorial.

–El 14 de mayo, las FARC decidió suspender su participación en la Comisión de Seguimiento, Impulso y Verificación a la Implementación de los Acuerdos de Paz (CSIVI). ¿Por qué, si esta mesa de negociación es la garante de que puedan transitar hacia la lucha política pacífica?

Como lo manifestamos en una declaración pública del 14 de mayo pasado, suspendimos nuestra participación en la reunión de la CSIVI porque nos parecieron desobligantes y desagradecidas las declaraciones del Alto Comisionado de Paz, Miguel Ceballos, en las que se advertía cierto regocijo por la inclusión de Cuba en la lista que elaboran los Estados Unidos sobre los países que presuntamente no colaboran en la lucha contra el terrorismo y se afirmaba que tal decisión era un “espaldarazo” a la política del gobierno de Duque; sugiriéndose además que el gobierno colombiano había realizado alguna gestión para contribuir a la señalada decisión. Conocedores a fondo del papel de Cuba para hacer realidad los diálogos y negociaciones que se llevaron a cabo en La Habana y la firma del Acuerdo de paz, a lo cual se agrega su indiscutible rol como País Garante de la implementación, nos pareció un contrasentido –que debía ser explicado por el gobierno colombiano– que a un país que se le sindica de no colaborar en la lucha contra el terrorismo, se le tenga al mismo como Garante de la implementación del Acuerdo de paz. Solicitamos en consecuencia que se hiciera esa aclaración. La verdad, la declaración de Miguel Ceballos no nos sorprendió. No habíamos olvidado un texto suyo –publicado en la Revista Semana antes de que asumiera su cargo actual– que había formulado la tesis de “deHabanizar” el proceso de paz en Colombia. Tenemos claro que en estos temas las actuaciones de altos funcionarios no son accidentales.

–¿Por qué el papel de Cuba es importante para garantizar la implementación de los compromisos adquiridos? ¿Qué elementos evidencian que Cuba no ha sido un acompañante del proceso, sino un garante de la implementación?

Sabedores de los incumplimientos del Estado frente a anteriores acuerdos de paz realizados en Colombia, pero también frente acuerdos realizados con los movimientos sociales para intentar contener la protesta social, en su momento las FARC-EP fueron muy cuidadosas en el diseño de lo que podría llamarse un sistema de garantías y verificación a la implementación, tal y como quedó consagrado en los Puntos 6.1. y 6.3. del Acuerdo de Paz. Sabíamos del importantísimo y paciente papel desempeñado por Cuba junto con Noruega en la fase discreta que condujo a la definición de la agenda, a los diálogos y negociaciones, y a la firma del propio Acuerdo. Ese rol también fue reconocido y agradecido por el gobierno de Juan Manuel Santos. Así es que no fue difícil acordar, por el bien del proceso de implementación que se iba a iniciar, que esos dos países continuaran desempeñando su función de Países Garantes. Debo decirlo con sinceridad, por las identidades políticas con la revolución cubana, la presencia de Cuba nos brindaba mayor confianza. En nuestra memoria siempre estuvieron presentes las preocupaciones de Fidel y el pueblo cubano por contribuir a hacer realidad los propósitos de la solución política y de la construcción de la paz en Colombia. Lo mismo debe decirse de Noruega, país reconocido mundialmente por una política exterior comprometida sin tacha alguna con la solución de conflictos armados y los anhelos de paz. Así es que iniciamos el proceso de implementación con la presencia permanente en la CSIVI de Cuba y Noruega en su calidad de Países Garantes. No ha habido una sola reunión de esta instancia bipartita del Acuerdo, en la que no haya estado presente el embajador cubano, José Luis Ponce Caraballo; desempeñando el rol que le corresponde a un Garante: brindar confianza a las partes, velar porque lo que se haga se ajuste a lo convenido, y –si fuere necesario– contribuir a que en presencia de diferencias se allanen caminos que posibiliten salidas. De nuestra parte, frente a esa labor paciente y normalmente poco conocida lo único que hay es agradecimiento. Por eso, la inasistencia del embajador Ponce a la reunión del 14 de mayo, nos generó inquietud, aunque la comprendimos a cabalidad. Esperamos desde luego que su presencia se pueda normalizar por el bien de proceso de paz.

Por otra parte, es necesario precisar, que el Acuerdo estableció claras distinciones entre la condición de “Garante”, “Verificador” y “Acompañante”. Garantes son Cuba y Noruega; las funciones de verificación la cumplen los Notables (por cierto, un mecanismo desconocido por el gobierno de Duque), la Misión de Verificación de las Naciones Unidas en Colombia, y la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos, a quienes se le dio un mandato preciso; y las funciones de acompañamiento internacional las adelantan países, instituciones del sistema de las Naciones Unidas y organizaciones internacionales, convenidas por las partes, en once temas específicos de la implementación. Dadas esas calidades, nos ha sorprendido que en la reciente comunicación del Ministerio de Relaciones Exteriores de Colombia dirigida a la Cancillería cubana, en respuesta a un oficio que ella le envió, se hable de Cuba como acompañante del Acuerdo de Paz. Aunque no somos expertos en temas diplomáticos, sí entendemos muy bien el sentido y el contenido de los conceptos. Desde nuestro punto de vista es preciso que se señale, con las claridades que ofrece nuestro idioma, que Cuba es un País Garante de la implementación, que merece todo reconocimiento por sus aportes a la construcción de la paz en nuestro país.

–¿Cuál es su opinión sobre el desconocimiento del Gobierno de Duque del “Protocolo Establecido en Caso de Ruptura de la Negociación de Diálogos de Paz Gobierno colombiano-ELN”, como parte del “Acuerdo de Diálogos para la Paz de Colombia entre el Gobierno Nacional y el Ejército de Liberación Nacional”, firmado el 30 de marzo del 2016, en Caracas, por las partes y por los seis Estados? ¿Qué consecuencias podría traer ese paso para futuras negociaciones y el papel de los garantes en las mismas?

La comunidad internacional ha construido con mucha dificultad, en medio de guerras y conflictos de diversa naturaleza, un lenguaje común que se ha traducido en marco normativos que rigen las relaciones internacionales. De ello hace parte el protocolo firmado por el gobierno colombiano, el ELN y por seis estados. En lo específico, ese protocolo se ajusta a las normas del derecho internacional. Más allá de sucesos que puedan afectar las conversaciones que adelantan partes en conflicto, es obligación de quienes son firmantes de un acuerdo, en este caso, de un protocolo, atenerse al principio universal del pacta sunt servanda. No hacerlo, es contravenir las normas del derecho internacional. No puede ser que por motivaciones políticas, como es el caso de la postura exhibida por el gobierno del presidente Duque, que a mi juicio están inscritas dentro de estrategias de la derecha transnacional y del gobierno de los Estados Unidos, se incumplan normas del derecho internacional; aunque puedo comprender perfectamente de qué lado se encuentran hoy las flagrantes violaciones al orden internacional. Cosa distinta es desde luego la valoración que se pueda hacer de hechos acaecidos. Pero no se puede confundir una cosa con la otra.

En ese aspecto, hago parte de quienes comprenden la posición de Cuba como ajustada de manera estricta al derecho internacional. Noruega, otro país firmante del protocolo mencionado también ha acompañado esa postura. Y debo decirlo, también un sinnúmero de países de la comunidad internacional, además de teóricos, expertos y doctrinantes del derecho internacional.

Para mi país, que tiene la aspiración de lograr la paz completa, de avanzar en la solución política con las organizaciones que aún se encuentran en alzamiento armado, particularmente el ELN, no es una buena noticia. La experiencia enseña que los procesos de diálogos y negociaciones tienen mayores y mejores posibilidades con el concurso de la comunidad internacional. Desconocer protocolos equivale a echar por la borda las funciones de los Garantes; cerrar la puerta y botar la llave de los apoyos internacionales. Si el trato que se les da, es el que se está observando con Cuba, la pregunta a futuro es: ¿Qué país aceptaría ofrecer de buena fe su concurso para aportar en el propósito de resolver un conflicto?

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