En Martí están todas las claves

Hace 130 años José Martí, Héroe Nacional de Cuba, caía en combate en Dos Ríos. «Cada instante de su existencia es lección y ejemplo» afirma sobre José Martí, Madeleine Sautié.

CAPAC – por Madeleine Sautié – tomado de Granma

En todo lo que escribió José Martí dejó su alma; pero su vida, desde que abrió los ojos, y hasta que cayera peleando por la libertad en los campos cubanos, hace 130 años, quedó resumida en esa especie de sentencia lírica que tituló Yugo y Estrella.

Había nacido «sin sol», y niño aún, supo qué elegir entre aquellas dos insignias, y de lo tristemente cómodo que se puede llegar a vivir, si «se presta servicio a los señores»; y también el crecimiento, lejos de toda involución, que entraña ceñirse a la estrella. Era niño cuando la ignominia de la esclavitud le estrujó la garganta y al pie del muerto juró / lavar con su vida el crimen; niño cuando trazó el rumbo de su heroica existencia.

Esclavo de su edad y sus doctrinas, muy alto pagó el adolescente el precio del amor por su patria. A los 15 años, había creado el periódico La Patria Libre, y en el único número que circularía, arderían los versos de Abdala, un poema épico en el que su protagonista, en circunstancias similares a las de su autor, sabía que arrancar el yugo que oprimía a su país era el único destino posible.

Fue esa la edad de la prisión, que lo privó de los brazos de su madre, y lo lanzó al dolor perpetuo, «porque el dolor del presidio es el más rudo, el más devastador de los dolores, el que mata la inteligencia, y seca el alma, y deja en ella huellas que no se borrarán jamás».

La cadena en el pie, «la ropa extraña», el golpetazo con inquina, el desmayo alucinado, Lino Figueredo y sus 12 años, el anciano Nicolás del Castillo, la enfermedad, la risa cínica del látigo… fueron las escenas comunes. Su patria –dijo entonces– lo había estrechado en sus brazos, lo besó en la frente, y partió de nuevo, «señalándome con una mano el espacio y con la otra las canteras».

El horror no fue suficiente para que crecieran en el joven sentimientos abyectos. Ni siquiera haber visto a su padre colocar, ahogado en llanto, las almohadillas hechas por Leonor para evitar el roce del grillete, causante de llagas «de sangre y polvo» y de «materia y fango», despertaron en él la aversión. «Y yo todavía no sé odiar», alegó al narrar la vivencia espantosa.

¡Cuánta lección de probidad en cada página de vida del héroe! ¡Cuánto de admirable en cada gesto! ¡Cuántas pasmosas impresiones ante cada estampa! ¡Cuánto de rectitud y humanismo inmensurable en todo lo que vendría después, cuando el destierro, la muerte de su hermana Ana, la experiencia amorosa, la pluma indetenible para escribir la belleza y la denuncia, la paternidad, el estrado del aula, la singularísima oratoria, la conspiración contra el amo, el segundo destierro, el periodismo, la diplomacia, la fundación del Partido y la Guerra Necesaria irían trazando la línea de sus días!

Como una especie de extensión de sí mismo asumió la amistad, pues «no se pueden hacer grandes cosas sin grandes amigos»; y en el amor halló «la excusa de la vida». La virtud, dijo, «no puede comprender la villanía»; y de la gloria, entendió que solo asaltándola se conquista.

De todo escribió Martí, porque nada le fue indiferente. Nociones como honra y humanidad fueron tesones en su pensamiento. La humanidad tendría sus pautas, pero entre sus leyes no cabrían nunca ni la cobardía ni la indolencia; y de la honra solo el que fuera capaz de venderla, dijo, tendría «el valor de proponer la venta de la honra ajena».

Hubo, sin embargo, una palabra dulce y resguardada, acaso la más amada, que no supo decir sin estremecimientos y con la que se desposó para siempre. De tan sagrada ligadura escribió: «Yo uso un anillo de hierro y tengo que realizar proezas férreas. El nombre de mi país está grabado en él y he de vivir o morir por mi país».

Por eso puso a su servicio su razón descomunal, su capacidad para aglutinar fuerzas, su alma diáfana e inigualable. No le tembló la voz ni el pulso para defender, desde todos los frentes que le fueron dados, el nombre de Cuba, cuando alguien osó mancillarla.

Conocido –y por estos días más vigente de lo que siempre ha sido– es el documento que nuestra historia contempla con el título de Vindicación de Cuba, publicado en The Evening Post, el 25 de marzo de 1889, y fechado cuatro días antes, en Nueva York.

Bastaría regresar a esas líneas para no solo vibrar ante la imperturbable defensa martiana, sino para percibir la herencia suya en nuestro pueblo, en días en que se difama de la Isla, desatinando y distorsionando sus verdades, procurando opacar su luz de faro, que sigue siendo guía para aquellos con los que quiso Martí su suerte echar.

«(…) La lucha no ha cesado (…) La nueva generación es digna de sus padres. (…) Solo con la vida cesará entre nosotros la batalla por la libertad (…)».

Pocas horas antes de caer en combate, Martí habló a las tropas mambisas y les dijo: «Quiero que conste que por la causa de Cuba me dejo clavar en la cruz».

No son estos argumentos algo que desconozcamos. Cada instante de su existencia es lección y ejemplo. Ni uno solo escapa a su vocación de hechos, único modo de darle cuerpo a la convicción. Martí pensó, vivió y dejó para nosotros la partitura de esa música que se llama Patria.

Martí en la obra de Kamill Bullaudy

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