1958: El derrumbe
El destacado escritor y periodista cubano Ciro Binchi Ross relata los últimos momentos del dictador Batista antes de su huida de Cuba, acobardado por el avance indetenible de las huestes de Fidel Castro. La Revolución derrotaba al gobierno del crimen.
CAPAC – por Ciro Bianchi Ross – tomado de Cubadebate
El café con leche ha tenido siempre un papel de importancia en la vida política cubana. Se hace presente en los momentos más insospechados. Lo último que hizo el dictador Fulgencio Batista en la madrugada del 1 de enero de 1959, antes de salir de la casa presidencial de Columbia para un viaje sin regreso, fue ordenar que le sirvieran una taza de café con leche.
Para él, la situación estaba mala, mala de verdad. El oriente de la Isla estaba casi totalmente controlado por los rebeldes. Fidel se proponía el ataque a Santiago de Cuba, sometido ya a un cerco elástico, y en la región central Che Guevara y Camilo Cienfuegos mantenían la iniciativa.
La cosa no iba mejor en las propias filas batistianas. Ya para entonces el mayor general Eulogio Cantillo Porras, jefe de operaciones antiguerrilleras, se había comprometido con Fidel a encabezar el 31 de diciembre un pronunciamiento militar en el cuartel Moncada y exigir desde allí la renuncia del Gobierno y la captura de Batista y los grandes culpables. No cumplió nada de lo pactado. En ese momento había por lo menos tres conjuras dentro del Ejército. En total connivencia con el dictador, Cantillo aceptó la propuesta de un golpe militar contra Batista orquestado por el propio Batista, que lo dejaría como dueño del poder. Debía ocurrir el 6 de enero de 1959… Los acontecimientos se precipitaron.
Llamada desde Kuquine
Batista comenzó a preparar su fuga en la noche del 22 de diciembre, cuando pidió al general Francisco H. Tabernilla Palmero (Silito), jefe de la División de Infantería Alejandro Rodríguez destacada en la Cuidad Militar de Columbia –el pollo del arroz con pollo del Ejército cubano– y su secretario militar, que averiguase con su hermano Carlos, jefe de la Fuerza Aérea, cuantos puestos habría disponibles en los aviones “en caso de que tengamos que irnos”.
“Tres aviones con 108 asientos”, respondió el coronel Carlos Tabernilla y el propio Batista le ordenó entonces que a partir de ese momento tuviera los aviones y sus tripulaciones preparados durante las 24 horas del día. Enseguida dictó a Silito los nombres de los que se irían en cada uno de los aparatos y la cantidad de familiares o allegados que podrían acompañarlos. Pidió a su secretario que no archivara el documento, ya mecanografiado, sino que lo mantuviera en sus bolsillos y no comentara el asunto con nadie. En atención a esa orden, escribió el general Silito en sus memorias, no reveló lo que se tramaba ni siquiera a su padre, el mayor general Francisco Tabernilla, jefe del Estado Mayor Conjunto.
El 31 de diciembre, a las cinco de la tarde, uno de los empleados del Club de Oficiales de Columbia avisó a Silito que lo llamaban por teléfono. Batista en persona, algo inusual, le hablaba desde Kuquine, su finca de recreo en el Guatao. Preguntaba si el general Cantillo había regresado ya de Santiago de Cuba. Encargó a Silito que lo contactara no más volviera y le dijera que quería verlo en la finca a las 8:30 de esa noche. Silito y Cantillo conversaron sobre las seis de la tarde. No, Cantillo no podría encontrarse con el presidente a la hora indicada pues era su aniversario de bodas y lo celebraría con una comida familiar. Avisado, Batista cambió la cita para dos horas más tarde. Silito, en cambio, debía personarse de inmediato en Kuquine.
Ya allí, recibió la orden de informar a los incluidos en la lista del día 22 que, con el propósito de esperar el año, deberían hacerse presentes sobre las 11 de la noche en la casa presidencial de la Ciudad Militar. Los edecanes militares de guardia ayudarían en las llamadas a Silito, quien se comunicaría, además, con su hermano Carlos para decirle que esa noche era la de la partida. Un inconveniente fue solucionado a tiempo: el jefe de la Fuerza Aérea había dado permiso a los pilotos para que esperasen el Año Nuevo con sus familias.
Cantillo llegó tarde a la cita. Conversó en privado con Batista durante quince minutos. Al finalizar la reunión, el dictador pidió a Silito que traspasara a Cantillo la jefatura de la División de Infantería e impusiera el cambio de mando a todas las unidades destacadas en Columbia. Pidió a ambos que lo esperaran en la casa presidencial y advirtió a Cantillo que no liberara al coronel Ramón Barquín y sus compañeros, presos por conspiradores desde 1956.
La mejor actuación
Lo que sigue es confuso y ha sido contado de diferentes maneras según el papel que le tocara jugar al testimoniante. Papo Batista, el hijo mayor del dictador, dijo a quien esto escribe que no cabía hablar de fuga para aludir a los sucesos de la madrugada del 1 de enero, sino de una salida ordenada, garantizada en todo momento por el general Cantillo. De opinión similar era el general Roberto Fernández Miranda, jefe del Departamento Militar de la Cabaña y cuñadísimo de Batista.
El recuerdo discordante lo ofrece Anselmo Alliegro, hasta ese momento presidente del Senado. Llamado por Batista, entró al despacho presidencial y vio al dictador sudado y nervioso. Frente a él, los generales más importantes. Exclamó al verlo: “Qué le parece, Alliegro… estos señores me han dado un golpe de Estado”. No nos llamemos a engaño, sin embargo. Gran simulador, Batista estaba escenificando la que tal vez fuera la mejor actuación de su vida.
El dictador llegó a la Ciudad Militar poco antes de las 12. Ya en la residencia pidió a su hijo Jorge, de 16 años de edad, que despertara a sus hermanos y se prepararan para un viaje al exterior. Enseguida saludó a las señoras que conversaban con la primera dama e hizo apartes con algunos de los invitados. A las 12, con una copa de champán en alto, felicitó a los presentes. El ambiente no estaba para fiestas y muchos, con pretexto o sin él, se retiraron. El teniente coronel Irenaldo García Báez, segundo jefe del Servicio de Inteligencia Militar (SIM) y fiel de todo a Batista, se acercó a saludarlo. Lo notó un tanto extraño. Le dijo: “Silito tiene órdenes para ti, Cúmplelas al pie de la letra”.
Expedientes X
Irenaldo no daba crédito a lo que estaba sucediendo. Batista se iría esa misma noche y Cantillo asumiría el mando. Tuvo que sentarse para reponerse. Debía destruir todo el archivo que contenía lo referente a los expedientes X, relativos a personas que de manera encubierta trabajaban para la Policía y que se hallaban infiltradas en las organizaciones revolucionarias. Cuando se recuperó de la noticia de la huida volvió al salón de fiestas para conversar otra vez con Batista y convencerlo quizás de que cambiase de propósito. No pudo hablarle. Fue a su casa y se vistió de completo uniforme. Se trasladó a la sede del SIM y quemó los papeles.
Batista, mientras tanto, conversaba de manera individual con los jefes militares. José Luis Padrón y Luis Adrián Betancourt afirmaron en el libro Batista, últimos días en el poder, una de las investigaciones más completas que existen sobre el tema, que, aunque algunos estaban dispuestos a luchar hasta el final, a esas alturas la guerra estaba irremisiblemente perdida.
No obstante, si Batista decidía hacer frente en La Habana a los rebeldes, hubiera contado con un impresionante dispositivo bélico. Unos 5 000 hombres se concentraban en Columbia, más de mil en la Cabaña y más de 1 200 en la base aérea de San Antonio de los Baños, sin contar 10 000 policías, un servicio secreto enorme y un número indeterminado de colabores a sueldo. Tanques de guerra, aviones, barcos… “Solo escaseaba, evidentemente, una motivación para arriesgar la vida”, escribieron los autores citados.
«Solo escaseaba, evidentemente, una motivación para arriesgar la vida»
José Luis Padrón y Luis Adrián Betancourt
Pasaron los jefes militares al despacho presidencial y el mayor general Eulogio Cantillo asumió el papel que le asignaron de antemano. Expresó:
“Señor presidente: Los jefes y oficiales del Ejército, en aras del restablecimiento de la paz pública que tanto necesita el país, apelamos a su patriotismo y a su amor al pueblo, y solicitamos que usted renuncie a su cargo”.
Habló Batista, pidió papel y pluma y escribió de su puño y letra la renuncia:
“Que en la madrugada de este día se le presentan en su residencia los altos jefes militares que tienen a su mando jefaturas máximas notificándole la imposibilidad de restablecer el orden, considerando grave la situación que confronta el país, y, dijo, que apelando a su patriotismo y su amor al pueblo resignara su mandato. Expresó además que en igual o parecida forma se habían dirigido a él altos representantes de la iglesia, de la industria del azúcar y de los negocios nacionales. Que teniendo en cuenta las pérdidas de vida, los daños materiales a la propiedad y el perjuicio evidente que se viene haciendo a la economía de la República, y rogando a Dios que ilumine a los cubanos para poder vivir en concordia y en paz, resigna sus poderes de presidente de la República, entregándolos a su sustituto constitucional. Ruega al pueblo, dice, que se mantenga dentro del orden y evite que lo lancen a ser víctima de pasiones que podrían traer la desgracia a la familia cubana. En igual forma se dirige a todos los miembros de las Fuerzas Armadas y a los agentes de la autoridad para que obedezcan y cooperen con el nuevo gobierno y con las jefaturas de los cuerpos armados del que se ha hecho cargo el mayor general Eulogio Cantillo y Porras”.
Firmó Batista el documento con sus iniciales, como era habitual. Firmaron los generales y también Anselmo Alliegro como sustituto constitucional, porque el vicepresidente, Rafael Guas Inclán, había renunciado para postularse como alcalde de La Habana en las elecciones del 3 de noviembre.
El último ¡Salud! ¡Salud! ¡Salud!
Quedaron solos Batista y Silito en la oficina presidencial. Pidió Batista a su secretario militar que enviase a su casa de Daytona Beach, en la Florida, todo el archivo y las obras de arte que adornaban el local, lo que saldría el mismo día en el avión de las siete de la mañana. Antes de abandonar la oficina, tomó los 15 000 dólares que días antes regalara a Silito y que este guardaba en una de las gavetas de su escritorio.
Silito y los ayudantes del presidente comunicaron la noticia a ministros, parlamentarios, dirigentes obreros, políticos gubernamentales en general.
El coronel Orlado Piedra, jefe del Buró de Investigaciones, informó a altos oficiales de la Policía Nacional y en una caravana de más de 30 automóviles condujo a muchos de ellos al aeropuerto militar. Una escuadrilla de tanques, mandada por el general Cantillo, protegía el aeródromo y no eran pocos los oficiales que habían acudido a despedir a su líder. Escribió Roberto Fernández Miranda: “A pesar de todo aún tenía mando, y la escolta de ceremonias estaba en posición de presenten armas como si el presidente saliese de gira”.
Al pie de la escalerilla del avión tuvo Batista su último intercambio con Cantillo. Le dijo finalmente: “En fin, Cantillo, no olvides mis instrucciones. De ti depende el éxito de las gestiones que realices a partir de ahora…”.
Subió por la escalerilla, se volvió hacia Cantillo y repitió la frase con la que terminaba invariablemente todos sus discursos y alocuciones: “¡Salud! ¡Salud! ¡Salud!”
Cantillo se comunicó entonces con el embajador norteamericano y le informó de los acontecimientos. Decretó un alto al fuego, nombró nuevos mandos en los institutos armados y procedió a constituir una junta cívico-militar que encabezaría Carlos M. Piedra, el magistrado más antiguo del Tribunal Supremo. Piedra no llegó a ocupar la Presidencia, pues cuando el más alto tribunal de la nación se negó a tomarle juramento, desistió de ese propósito.
La gestión de Cantillo en Columbia, al frente de un ejército desarticulado, resultó efímera. A las nueve de la noche del propio 1 de enero el coronel Ramón Barquín, acabado de salir de la prisión y todavía con el uniforme de preso, le exigió el mando de las fuerzas armadas. El día 3, el primer teniente José Ramón Fernández, que desde 1956 guardaba prisión en Isla de Pinos, detenía a Cantillo en su residencia de la Ciudad Militar.
Mientras tanto, Fidel, desde Palma Soriano y a través de las ondas de Radio Rebelde, no acataba el cese de las hostilidades, negaba reconocimiento a la junta de Columbia –tampoco reconocería a Barquín–, llamaba al pueblo a la huelga general revolucionaria que impediría que la Revolución se viera frustrada en sus propósitos, y advertía: “¡Revolución, sí!; ¡Golpe militar, no!”.
«¡Revolución, sí!; ¡Golpe militar, no!»
Fidel Castro